domingo, 4 de diciembre de 2016

La mujer en la Edad Moderna


En la época moderna, la imagen de la mujer se encuentra determinada por su relación con la maldad, la pasividad y la sumisión. El hombre tendrá un papel privilegiado en la sociedad, mientras que las mujeres serán relegadas a un segundo plano, tanto en el pensamiento de las personas como en el oficio que deben desempeñar. Esta concepción viene dada desde siglos atrás, mediante un discurso misógino y unos tópicos que llevan a asumir que en las mujeres existe un elemento de maldad.

Las mujeres van a estar sometidas a un estricto control debido a que sus maridos, en el caso de aquellas que tienen la suerte de contraer matrimonio, querrán mantener su honor y que este no quede perjudicado por la honra y la fama de su mujer. Esto justifica las teorías de encerramiento y recogimiento. Desde su infancia, a la mujer se preparará durante su etapa de formación para aprender aquello que la sociedad espera de ella, de manera que se legitima su situación de inferioridad. Es por esto muy importante la educación que se le da a las doncellas, a las mujeres: deben ser educadas en las labores domésticas, fundamentos del catequismo y lectura, para que puedan leer libros de devoción.
La casada
El matrimonio es esencial, es una situación legal de sometimiento de la mujer al marido. La mujer pasa de la tutela del padre o del hermano o la tutela del marido. El matrimonio es una herramienta para perpetuar no solo el sistema de relaciones entre hombres y mujeres, sino también el sistema estamental.
El matrimonio permitía que la mujer tuviese un papel respetado en la sociedad. Algunos pensadores, humanistas y teólogos de la época consideraban que en este enlace, la relación de la mujer respecto al hombre sería de obediencia y sumisión. Muchos coincidían en que, de esta manera se conseguiría una armonía y un buen ambiente familiar. Así, la mujer que ya estaba apartada de la sociedad por su propia condición, al casarse consigue una posición  más favorable pero, de igual modo queda relegada a un segundo plano. Sin embargo, el respeto permite diferenciar a la mujer de la esclava ya que se le concede dignidad humana y “libertad”. El teólogo fray Vicente de Mexía, hablaba en su obra de esta diferencia remarcando el hecho de que la mujer no obedecería al marido porque así se le ordene sino por el amor que les ha unido. Podríamos decir, que la mujer renuncia a la libertad por voluntad propia, para agradar a su esposo. Este pensamiento está sustentado por las teorías cristianas, en una sociedad donde la religión tenía un poder importante.
La condición de casada para la mujer no sólo supondrá una subordinación, sino también un oficio. Las mujeres se ocuparán de las labores domésticas permitiendo así, que los hombres puedan ausentarse para cumplir con sus oficios, como el de soldado o mercader. Este hecho une a un grupo muy heterogéneo de mujeres, porque independientemente de su posición social, todas estaban relacionadas en mayor o menor medida al ámbito doméstico.
Existe sin embargo, una clara diferenciación entre el campesinado y la urbe. De tal forma, que la situación dependiendo de la zona era muy distinta. Además, aunque la base de la economía era fundamentalmente agraria, es cierto que a partir del siglo XVII se empieza a dar una incipiente manufactura que permitirá que en las ciudades no hiciese falta que en los hogares trabajasen para el autoconsumo. Por otro lado, en los hogares de la realeza, los sirvientes se encargaban de las tareas, e incluso de la educación de los hijos. La clase media también podía acudir al mercado y evitar la producción de los alimentos. En el siglo XVII las tareas domésticas para estas clases no suponían una gran dedicación, lo que provocó que las mujeres mostrasen una tendencia a la ociosidad. Esto fue interpretado como un comienzo de la desestructura familiar, ya que la mujer debía mantenerse ocupada con sus tareas domésticas. Por tanto, las mujeres de clases bajas debían ocuparse por entero de labores como la limpieza, el cuidado de los hijos, de la comida, etc. mientras que aquellas pertenecientes a la clase alta o media alta, aunque eran responsables de la ejecución del trabajo doméstico, no tenían porque hacerlo ellas mismas si contaban a su disposición con criados.
La viuda
El estado de viudez estaba mal visto en la sociedad de la época. Suponía una situación irregular, ya que la mujer dejaba de estar sometida al hombre. Por ello, muchos moralistas de los siglos XVI y XVII determinaban cómo debían actuar las mujeres que quedaban viudas.  
Desde el punto de vista económica, dependían de su marido por lo que, una vez fallecido éste, su situación era complicada. Las mujeres tenían dificultades para incorporarse en actividades productivas, reservadas para los hombres. Por lo tanto, el hecho de que adquiriesen algún patrimonio permitía una situación más favorable. Había una mirada muy atenta hacia ellas, porque podían cambiar el papel que las mujeres habían mantenido hasta ese momento. Por tanto, los moralistas hablaban de mujeres que tenían que mantenerse en sus hogares, ser recatadas, discretas, vestir humildemente y dedicarse a la religiosidad y la oración. Incluso aquellas que tuviesen patrimonio y riquezas, tenían que ocuparse de tareas del hogar para mantenerse entretenidas y evitar así la ociosidad.   
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Las opciones que tenían tras quedarse viudas eran pocas si querían seguir siendo respetadas por la sociedad. Entre estas opciones, estaba volver a casarse o meterse a monja. De otra manera, estas mujeres acabarían en la prostitución, sirviendo en hogares o recurriendo a la beneficencia eclesiástica. Aunque el segundo matrimonio podía estar mal visto, era una de las pocas opciones que les permitían seguir siendo mujeres “decentes”, siendo por tanto la más preferible.
Entre las clases medias urbanas se dio un tipo de mujer que, fallecido el marido, se hacía cargo de la dirección de sus negocios y de la jefatura de la familia. Tenía que tomar el papel de padre y de madre al mismo tiempo. Esta mujer también estaba bajo la atenta mirada de los moralistas porque podía desestabilizar el orden social establecido y tenía siempre dificultades en el camino para intentar tener un papel activo en la economía externa.


Cronología del reinado de Isabel la Católica





¿Quién es quién en esta trama?

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Enrique IV. Hereda el trono de su padre Juan II en 1454. Reina hasta su muerte. Su trono se caracteriza por su falta de determinación y los continuos virajes de su reinado, provocados por los nobles que se moverán por sus intereses dentro de la Corte. Tiene como única heredera a su hija Juana. Se le conoce como Enrique ‘‘el impotente’’.

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Juana de Castilla. También conocida como Juana la Beltraneja. Hija de Enrique IV y Juana de Portugal. Desde su nacimiento se pondrá en duda su legitimidad como hija del monarca. A la muerte de su padre disputa la sucesión contra su tía Isabel de Castilla. Es apoyada por Portugal pero pierde la guerra que desencadena la sucesión. Tras la derrota entra en las Clarisas de Santarem y muere en el convento de Coimbra.


Alfonso de Castilla. Hermano de Enrique IV e Isabel la Católica. Llega a ser proclamado rey de Castilla tras la Afrenta de Ávila en 1465. Sin embargo, muere tres años después dejando a su hermano, en ese momento, como único rey legítimo. Muere a la edad de 14 años. Durante la guerra, en su estancia en Ávila junto a su hermana Isabel, muere de la noche a la mañana. En principio no hay rastro de pestilencia en su cadáver.

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Isabel la Católica. Consigue ser la heredera al trono de su hermano EnriqueIV. Corona de Castilla, desde 1474 a 1504. Es protagonista en la formación de la doble monarquía castellano-aragonesa y del Estado moderno, conformando un modelo político que recogerán y ampliarán los Austrias y que se mantendrá por lo menos hasta la extinción de aquellas dinastías, a finales del siglo XVII.